Emiliano Hernandez Camargo

FRANCISCO CASTILLO NÁJERA

No todo es solemnidad en las parcelas de la cultura mexicana.

En el terreno de la literatura, sobre todo, no son raros los juegos de palabras sobre tal o cuál título o autor. Son pequeñas instantáneas que configuran la opinión que en determinado momento se tenía de obras o autores.

El libro del erudito Pedro Enríquez Urefia, Horas de Estudio, era llamado por Rafael López «Horas de Tedio», indudablemente con injusticia pero revelador del poco aprecio en el que tenía al dominicano.

Y no podía faltar el gracejo de Alfonso Reyes, cuyo primer volumen poético Huellas no tenía páginas en dónde no hubiera una errata; decía que era, precisamente, «un libro de erratas con unos cuantos versos».

De aquí que no resulte raro que el voluminoso libro del doctor Francisco Castillo Nájera, Un Siglo de Poesía Belga, fuera llamado por algún gracioso «un Kilo de Poesía Belga». Hoy es una auténtica joya bibliográfica, de incalculable valor monetario, que honra a su autor y al arte de la traducción en México.

Nació nuestro polifacético personaje en la ciudad de Durango, el 25 de noviembre de 1886; sus padres fueron don Romualdo Castillo y doña Rosa Nájera.

Fue médico: en 1904 ingresó a la benemérita Escuela Nacional de Medicina, en la ciudad de México, sita en el edificio donde operó la inquisición. La irrupción de la revolución maderista hizo que sus estudios fueran irregulares, por lo que obtuvo el título de médico cirujano el 6 de marzo de 1913.

En su hoja de servicios cuenta haber sido: ayudante en campaña de vacunación; practicante en el Hospital de la Beneficencia Española, en el Hospital Morelos, en el Hospital General y en el servicio de ginecología del consultorio público No. 2 de la beneficencia.

Durante la revolución prestó sus servicios profesionales en el ejército constitucionalista.

Posteriormente, fue director del Hospital Militar y del Hospital Juárez. De 1919 a 1921 ocupó la jefatura del Consejo de Medicina Legal, y se considera que su labor marca la reorganización moderna de la medicina forense en México.

Dedicado a la rama de la urología, sus contribuciones lo hicieron acreedor a ser designado miembro de la Academia Nacional de Medicina, donde ingresó el 14 de julio de 1920; siete años después fue presidente de la corporación.

Fue revolucionario: como ya queda apuntado, prestó servicios al carrancismo en su lucha contra el zapatismo en el estado de Morelos.

Pero la verdad es que su primera incursión incurrió el año de 1910, involucrado en un movimiento subversivo en la capital durangueña. Ese mismo año tuvo destacada participación en el Congreso Nacional de Estudiantes, donde fueron planteadas muchas ideas precursoras del movimiento armado del maderismo.

Fue diplomático: durante tres períodos consecutivos representó a México en la Organización de las Naciones Unidas.

En calidad de ministro plenipotenciario estuvo en las embajadas de China, Bélgica, Holanda, Suecia y Francia. De 1935 a 1945 fue embajador de México en Washington, en épocas verdaderamente turbulentas tanto por las secuelas de la expropiación petrolera como por la vecindad de la segunda guerra mundial.

Su buen desempeño y mejor éxito en sus gestiones, le valieron a su regreso a México ser titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Fue literato: su primer libro se tituló Albores; ahí recogió sus pasos iniciales en el sendero de la poesía, que nunca abandonaría a lo largo de su vida.

Su obra maestra es sin duda el corrido de El Gavilán, fuertemente enraizado en el solar norteño, concretamente en el episodio revolucionario de la toma de Zacatecas.

La Academia Mexicana de la Lengua lo llamó en su seno. Ingresó en septiembre de 1927 como correspondiente y el 14 de diciembre de 1952 como miembro de número; su discurso de recepción se intituló El Español que se Habla en México.

Otra contribución suya de primera importancia fue la ya aludida antología de poesía belga, que tradujo en su mayor parte. Asimismo fue notable su participación en los actos de homenaje en el IV Centenario de Cervantes, en 1947.

También incursionó en el terreno de la historiografía y se le debe un detenido estudio del Tratado de Guadalupe Hidalgo, al cumplirse el primer siglo de la efemérides.

Casi murió con la pluma en la mano, a poco de escribir tres sonetos titulados Triunfo de Sancho, La Ultima Salida y A Cervantes.

No debemos cerrar este breve repaso de un durangueño ilustre, con solemnidad.

Para el caso recordemos un hecho en el que, afortunadamente también participó el señor de toda la gracia y la erudición, que fue Alfonso Reyes. Es el siguiente:

En una delicada intervención parlamentaria en Washington, el doctor Castillo Nájera hizo gala de todo su sentido humanista y humanitario al tratar cuestiones entintadas con el espectro de la Segunda Guerra Mundial.

Fue elocuente, persuasivo, sincero y hasta cierto punto tierno. Se le premió con una ovación cerrada, al tiempo que un diplomático comentaba:

–        No parece ser tan fino con ese mechón sobre la frente.

A lo que Alfonso Reyes replicó: Es que se despeina por orden de su gobierno…